En Búsqueda del Código Perdido
Una tumba que encierra bajo el papel en blanco, trazos de una escritura sin palabras ni forma, residuos de una tinta equivocada, el sordo eco de un habla tal vez inexistente en el empeño vano de la perduración.
Una Tumba en el Aire / Paul Celan

Viene a mi mente una imagen: mi hija, una niña que en el momento de este recuerdo tiene apenas un par de años, apoyando su mano llena de lodo sobre la pared blanca de la casa. Al levantarla, veo sus ojos abiertos como platos, asombrada de la permanencia del contorno de su mano sobre el lienzo. La miro y difícilmente puedo imaginar el sentido que esta huella tiene para ella. Tiene un poco más de dos años, así que la permanencia de los objetos no le resulta novedosa. Pero el funcionamiento de los signos quizá lo sea. Hay una marca en la pared que está ocupando el lugar en el que ella estuvo, está en lugar de su mano, es un índice que la sitúa en un lugar y en un tiempo, que abre una historia. Aún no tiene el desarrollo lingüístico para expresarlo, pero pronto la palabra ‘significa’ se volverá su favorita; así como imprimir su mano en muy diversas superficies y con distintas técnicas y tecnologías: positivos y negativos, palmas y puños, diversos pigmentos y aplicadores como pinceles, platos y popotes. El ejercicio se convirtió en un acto de habla, en el ejercicio de un lenguaje sin lengua que tenía la capacidad de enternecer y desquiciar al mundo de los adultos que la rodean.

Cueva de las manos, Provincia de Santa Cruz, Argentina.
En las cuevas de Chauvet, en el sur de Francia, de manera similar a Lascaux y en otro puñado de sitios a lo largo y ancho del mundo, hay un panel cubierto de huellas positivas de la mano de una persona prehistórica, con el dedo meñique ligeramente torcido hacia afuera. Podemos imaginar a un habitante de la Europa glacial, que en medio de la lucha por obtener su ingesta calórica diaria y mantenerse caliente, encontró el tiempo para ponerse en cuclillas, sumergir la mano en un mineral molido e imprimirla paciente y metódicamente en la pared. Las marcas sintagmáticas nos permiten imaginar su camino, desde la parte baja del panel, para la que debió de ponerse en cuclillas, hasta las huellas más altas en el domo sobre su cabeza, para las que claramente requirió de llevar o construir alguna clase de andamiaje dentro de la cueva. Otras marcas paradigmáticas, como su meñique torcido, nos permiten seguir su paso hacia otras pinturas en el interior de la cueva.
Ésta es la misma sensación que viene a mí al documentar la acción instalación: “Estado de alerta: la expropiación de la experiencia.” En esta acción de 24 horas, Fausto, el artista, se para enfrente de un set de cámaras de profundidad, micrófonos, proyectores y computadoras, programadas por el aprendiz de la technia de las Artes Electrónicas Mel Izanami, para imprimir sobre la pared de la galería -un cubo blanco- la posición de la mano derecha de Fausto, detonada por el ruido que hace la mano al golpear sobre la pared. Ciertamente la tecnología de impresión ha cambiado en su viaje desde Chauvet hasta la Galería Libertad, pero no tanto así el lenguaje, el espíritu, ni el abismo de sentido que me separa de la pieza.
‘Estado de Alerta: la expropiación de la experiencia’ de Fausto Gracia (2021)
Frente a la obra del artista Fausto Gracia no puedo evitar recordar las impresiones de manos prehistóricas y las actuales y domésticas y sentir lo que Werner Herzog, en la Caverna de los Sueños Olvidados, a propósito de las pinturas de Chauvet, nombró como el vértigo de asomarse en el abismo del tiempo: el deseo de dejarse caer en un acto de habla que se abre frente a nosotros, seducidos por el vacío del código perdido. Claro está, en este caso, no está perdido en un abismo de tiempo sino detrás del muro de un lenguaje deliberadamente críptico.
Una de las primeras ideas que surgieron frente al reto de documentar esta pieza fue la de tomar una larga exposición que durara las 24 horas totales de la acción. Pero después de hacer algunas pruebas durante los ensayos, con exposiciones de varios minutos tratando de descifrar la exposición adecuada, caí en cuenta que el resultado final sería una imagen de la pieza completamente desprovista de cualquier elemento móvil de la acción. Es decir, una fotografía en la que el cuerpo del artista, que estaba imprimiendo las marcas de sus manos en la pared, desaparecería. Un reto interesante desde el punto de vista técnico, pero que cualitativamente no sería muy distinta de un (mal) registro de la pieza terminada. De ahí que opté por tomar una secuencia de fotos, con un tiempo de obturación incremental, que diera cuenta de cómo el estiramiento del tiempo de obturación iba desvaneciendo al artista.
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Los pensadores y los artistas de las tradiciones sensibles -una tradición de la filosofía y del arte aristotélica que alcanzó una de sus máximas expresiones con el romanticismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX- buscaban aprehender lo inefable confrontando en la consciencia individual de la abrumadora pequeñez del ser con la grandeza del cosmos o las fuerzas de la naturaleza; la experiencia sensible del mundo insuflaba en ellos la sensación de lo sublime. Edmund Burke, en su libro de 1757, definió lo sublime como un efecto artístico a través del cual se evocan las emociones más fuertes que el alma humana es capaz de sentir, siendo por igual fuente de lo sublime, la belleza y el horror [Burke, 1757].
Las neurociencias actuales describen la experiencia de lo inefable como una disolución del ego, una modulación de la actividad del neocórtex y el hipocampo -ya sea inducida por el pensamiento, la experiencia estética o mediante sustancias psicodélicas- en la que la parte del cerebro responsable de la auto-consciencia disminuye su actividad, permitiendo a la persona deshacerse de la noción de la individualidad para trascender a sentirse parte del todo. Ya sea del mundo como un todo o parte de un cosmos.
Pero contrariamente al mecanismo de lo sublime, que plantea el romanticismo a través de la experiencia estética de la disolución del ego, está el arte de la hiper-afirmación del ego, abundante en la contemporaneidad. Kandinsky, en una nueva iteración del neo-platonismo kantiano, planteó la noción de lo sublime como una expresión pura de la vibración interior del sujeto. En el pensamiento de Kandinsky, el contenido del texto estético es la fuerza pura del espíritu del autor que se transforma en una manifestación sensible a través de la expresión plástica abstracta, que debía de ser capaz de evocar a través del acto de lectura la misma vibración del espíritu en su lector modelo. Esto claro, bajo el presupuesto de que el lenguaje de la línea y el color poseen cualidades universales que le pertenecen al mundo de las ideas o al reino de la razón, una idea que es por lo menos debatible. Decía Kandinsky «lo sublime es una proyección del sujeto, incluso se podría decir, un estado del espíritu que se da cuando la forma sensible sobrepasa la capacidad de aprehensión de la imaginación. [Kant, 1977]»
El romanticismo marcó un primer punto de quiebre en las artes plásticas con la belleza adherente, en cuanto a que con la búsqueda de la representación de lo sublime, el texto artístico dejó de ser una representación del mundo para convertirse en una representación de lo ilimitado y lo infinito. En una dinámica opuesta y complementaria, en el arte de la posguerra, el naciente discurso del arte contemporáneo -que se fue construyendo desde el período de entreguerras- reivindicó el texto estético como una expresión pura del espíritu de la persona creadora. La obra entonces, como expresión pura de la vibración del espíritu, se convirtió en un mecanismo de búsqueda de lo inefable a través de la hiper-afirmación del ego creador, frente a la disolución del ego que planteaba el romanticismo a través de su búsqueda de lo sublime. Se trata de una experiencia estética que se reafima a sí misma frente al mundo diciendo: este es mi acto de habla, mi acción es la que crea la experiencia estética y la materialidad de la obra es el lenguaje en sí mismo, aún cuando ese lenguaje no tenga un código común con el mundo en el que existe. En contraste a la disolución del ego se propone la encapsulación del ego. El autor, como entidad abstracta, o el cuerpo del autor, como entidad concreta, creadora de las marcas que conforman la expresión cultural, pueden desaparecer en el tiempo, pero los signos -encriptados en un código perdido- permanecen.
Aquella persona prehistórica de la caverna de Chauvet, desapareció en el tiempo. Lo más probable es que no haya tenido una tecnología adecuada, como la escritura -que hay que recordar que es una tecnología,- para dejarnos un testigo del código que estableció, como sí la tuvo Kandinsky. De una manera parcialmente distinta, dentro de la misma cueva, hay imágenes figurativas de leones y bizontes corriendo, representados con múltiples patas sobrepuestas como fotogramas yuxtapuestos de un zootropo y una mujer minotauro pintada en un estalagmita; la naturaleza simbólica que estas imágenes establecen con el mundo también se nos escapan, en parte, pero en contraste con el panel de las manos, no son tan distintas a las convenciones de representación que perduran en la memoria de la humanidad hasta el día de hoy. Del panel de las manos por su parte, más que una relación de orden simbólico, nos queda una relación de orden indical, la evidencia de que existió una persona con el meñique ligeramente torcido, la evidencia de una necesidad expresiva y la evidencia de que aquella persona prehistórica poseía tecnologías para la expresión: un lenguaje plástico no tan distinto al de las personas actuales y tecnologías de escritura que mediaban la necesidad expresiva con su soporte en el mundo.
En “Estado de alerta: expropiación de la experiencia” en oposición a la operación romántica de la disolución del yo, me parece que se busca deliveradamente un efecto opuesto y/o crítico a la búsqueda de lo sublime; pues en lugar de deshacer el yo para dar paso al mundo, se reivindica la hiper-afirmación de la individualidad como fuerza creadora. En los términos en los que lo planteó Kandinsky: una manifestación pura de la fuerza interior del artista; en este caso, muy literalmente de su fuerza, capaz de sostener la acción continuada durante 24 horas. Con su voluntad creadora la persona dice: ésta soy yo y mis acciones son las que crean el mundo de la obra, mis acciones únicas son las que dejan esta huella, la materialidad de la obra, o en este caso su digitalidad, es una expresión total de mi fuerza interna, es un mundo que no requiere de la validación de otras personas para existir o tener sentido, es la creación de un lenguaje sin lengua, un acto de habla sin idioma. Al igual que en Chauvet o Lascaux, el cuerpo que creó las marcas puede desaparecer en el tiempo, pero los signos -encriptados en un código perdido- permanecen.
Pienso en la frase de Brian Molko en la canción de la banda Placebo, Every You and Every Me:
All alone in space and time / There’s nothing here but what here’s mine
y resuenan como el opuesto y el complemento de la máxima de Blaise Pascal, la obra, al otro lado del espejo del registro digital es:
Una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo.
¿Qué dice entonces un texto estético construido con los signos de un lenguaje deliveradamente independiente de las convenciones de representación de su contexto? En el título de la obra y el planteamiento que hace Fausto a través del texto de sala se recupera el concepto de la “Expropiación de la Experiencia” planteado por el filósofo italiano Giorgio Agamben, quien a su vez retoma el concepto de experiencia de Walter Benjamin.
Una experiencia, nos dice Benjamin, no es cualquier vivencia, ni cualquier encuentro con el mundo: es una elaboración de ese material en la forma de un relato significativo para otros. Benjamin distingue en su texto entre la Erlebnis, la vivencia inmediata del sujeto y la que define como ‘la experiencia auténtica’ o Erfahrung como una elaboración de la vivencia inmediata fundada en la memoria de una tradición cultural e histórica.
La concepción de experiencia en la contemporaneidad, como se articula en la propuesta de Benjamin, se aleja de la concepción clásica en la medida en que el sujeto que la realiza no es un sujeto individual sino colectivo. Al articularse a través de la práctica de la narración, la experiencia adquiere un carácter intersubjetivo del que careció en otras tradiciones filosóficas. En efecto, la narración no aparece en Benjamin como una expresión de las vivencias directas, que se dan fuera de ésta en el seno de la interioridad del sujeto, sino que la narración es el sustrato y la sustancia misma que posibilita y a partir de las cuales se elabora la experiencia. La experiencia entonces, en su concepción, no es anterior al lenguaje ni está separada de él, sino que encuentra en el lenguaje su trama y su urdimbre. El sujeto de la experiencia no puede ser por tanto el sujeto individual, al que sólo le queda vivenciar, en todo caso, el mundo, pero que no puede hacer de él una experiencia si no cuenta con los elementos de una cierta tradición que dote su vivencia de sentido y la inscriba en un marco cultural comunitario que al mismo tiempo la excede y la posibilita.
En “Experiencia y pobreza,” de 1933, el filósofo judío-alemán da cuenta de cómo los hombres que vuelven de la guerra no lo hacen enriquecidos sino más pobres en experiencias, en la medida en que no logran articular un sentido a las vivencias inmediatas por las que atravesaron, y sentencia: «la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general» (Benjamin, 1933). La crisis de la experiencia es, en realidad, la constatación del hecho de que «una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias» (Benjamin, 1933). Es una afirmación que aún se puede formular como un temor válido para el arte actual, de hecho, se podría postular que el mayor temor que se puede vislumbrar para cualquier lenguaje debería de ser sin duda el de la pérdida de su capacidad para intercambiar sentido.
En el universo de las artes plásticas, las vanguardia históricas cumplieron la función fundamental de articular una respuesta ante la incapacidad de elaborar el sin sentido de la primera guerra mundial y el periodo de entreguerras, desplazándose hacia lo abstracto para representar la crisis de las tradiciones culturales e históricas de Europa ligada al trauma de la gran guerra, a los vertiginosos avances en la técnica y la nueva vida en las ciudades en proceso de reconstrucción. El lenguaje de las artes plásticas y el espacio de exhibición se desplazaron gradual pero velozmente hacia el lienzo y el cubo blanco, por un lado como envoltorio simbólico de la vacuidad del espíritu de la Europa de posguerra, así como de un mundo que vivía permanentemente bajo la amenaza de la aniquilación total; pero por otro lado también como un desplazamiento hacia la comoditización del arte dentro de una lógica de mercado en el que la capacidad y la potencia del lenguaje para crear un sentido intersubjetivo fue desplazada en favor de una racionalidad técnica en la que el valor de la obra de arte como producto proviene no de su capacidad de generar experiencias sino del derecho y la capacidad de la persona propietaria de poder comercializarla.
Se entiende por comoditización al proceso económico por el cual los bienes, que tienen valor económico y se distinguen en virtud de sus cualidades, terminan convirtiéndose en un genérico sin mayor diferenciación entre sus variedades; por ejemplo, la sensación de que cierta pintura evoca lo inefable o transmite la vibración pura del espíritu del artista se ve sustituida por “esto vale porque es arte contemporáneo,” en virtud solamente de ser reconocible como tal ante los ojos del mercado y los consumidores. Para negociar en una bolsa de valores, los commodities deben cumplir con ciertas normas mínimas, también conocido como grado base. La institucionalización de los lenguajes de las vanguardias históricas en el lenguaje del arte contemporáneo, junto con la consagración del cubo blanco como el espacio predilecto para la exhibición del arte, en un amplio sentido, se pueden entender como la creación de un grado base para el arte actual. El arte en el contexto de una economía capitalista y neoliberal, sufre de las mismas consecuencias que cualquier otro commodity, como el maíz, el café o el petróleo. Por ejemplo, la precarización de la vida de sus productores y la concentración de la riqueza en manos de sus acumuladores y especuladores, dígase coleccionistas y curadores; la creación de sistemas de subsidios estatales que subyugan a los productores a la lógica de mercado, dígase los sistemas estatales de becas y estímulos a la producción cultural; y la creación de un valor especulativo que se determina en los mercados de futuros, como las casas de subasta, las ferias, galerías y demás grandes instituciones del mercado.
Así, los lenguajes de las vanguardias históricas, que cumplieron con la función de narrativizar el sin sentido, se han convertido en un discurso de poder, en términos puramente foucaultianos, que dividen a las audiencias del arte actual entre las que ostentan poseer las claves de un lenguaje hermético devenido en una discurso de poder intelectual y económico en términos puramente foucaultianos. Un discurso que divide con un aura mística al gremio del arte que posee el código de la sociedad que no lo posee; que divide a los artistas entre los que tienen acceso a la institución arte, simbolizada en el cubo blanco y los que no tienen acceso a él; y que divide a las audiencias entre las élite que entiende, o más bien, consumen el arte actual -tanto así que están dispuestas a invertir millones en ella- de las masas que no le encuentran sentido y dígase de paso, no tienen dinero para adquirirlo. Pero sobre todo, la gran afrenta del neoliberalismo al arte es la pauperización de la experiencia en términos benjaminianos: la creación de una sobre-oferta de arte actual relativamente barata y accesible, pero poco nutritiva, en el sentido de que tiene una capacidad muy limitada como estrategia de producción, distribución y recepción del sentido.
En mi opinión, esta es la preocupación central que expresa “Estado de alerta: la expropiación de la experiencia.” Vivimos en un mundo que no es cuantitativamente menos violento que el de la Europa en guerra: las desapariciones, las víctimas de los conflictos armados, los desplazados, refugiados y migrantes al menos no lo son y tampoco la amenaza de la aniquilación total parece ser menor que la de la guerra fría, considerando la pandemia, la crisis climática global por la que atravesamos y los conflictos de guerra a lo largo del mundo que existen actualmente. Todas estas son preocupaciones expresadas en el texto curatorial de la pieza. Y por tanto, la necesidad de expresar un sin sentido frente al estado de la humanidad no debería de ser diferente a la necesidad expresiva de comienzos y mediados del siglo XX. También la búsqueda de la abstracción como envoltorio simbólico de la vacuidad tiene sentido. Y la búsqueda de la abstracción en sus formas más primigenias y primarias resuena profundamente: las huellas de nuestras manos como signo de nuestra unicidad y la de nuestras acciones como forma de perdurar frente a las aplanadoras fuerzas homogeneizantes de las sociedades de control y del paso del tiempo.
A su vez, reconozco la voluntad manifiesta del artista de experimentar con la creación de conocimiento a través de la relación entre el cuerpo y el espacio mediados por la tecnología. Reconozco lo seductora que es la idea de pensar que para la creación de una representación de esta violencia lo más congruente es someter al cuerpo a una violencia alegórica, como el forzarlo a repetir una acción durante 24 horas sin pausa y sin sueño. Pero también me pregunto si este acto de resistencia física debe ser leído como una protesta frente a la descorporeización del ser que sufre la persona digital en la era de las redes sociales; como una búsqueda de algún tipo de iluminación conseguida a través del sometimiento del cuerpo de la misma manera en que lo haría un sadhu o un anacoreta; o simplemente como un acto atlético, como quien en vez de correr un maratón decidió crear una pieza de arte, generando un valor que deviene de llevar al cuerpo al límite de su resistencia. Sin embargo, en el contexto de la comoditización del arte actual, me parece que sobre todo vale la pena cuestionar a la pieza desde el paradigma que ella misma propone: el de la experiencia y por lo tanto la del lenguaje, el discurso y el poder y la obra como estrategia de sentido.
Como mencioné anteriormente, el panel de las manos de la Galería Libertad se siente como parte de un pasado perdido al que no podemos retornar: a aquella primera impresión positiva de nuestras manos en la pared durante la infancia que se escapa al sistema de acceso consciente de nuestra memoria, o al arte prehistórico de las cuevas que se siente como el espíritu de una persona que al mismo tiempo nos alcanza su mano a través de milenios y a la vez que nos deja sentir el abismo del tiempo entre nosotros. La obra de arte es la elaboración de un sujeto que crea una nueva relación de orden simbólico con el mundo, y no podemos poner en duda la autenticidad de la vivencia personal de la persona creadora con su entorno, pero un juicio estético que se plantea pasar por la experiencia habría que cuestionar la capacidad de ese pacto con el mundo de generar una apariencia lúcida, apariencia en cuanto a presencia, y lúcida en cuanto a que presenta una interpretación inédita del mundo y nos permite hacerla nuestra.
Frente a este panel de las manos actual me queda la fascinación de mirar un código perdido, de reconocerlo como tal y sentir el vértigo o el deseo de atravesar el umbral de su hermetismo, pero también la frustración de no lograrlo, de no encontrar la pieza común con los lenguajes que articulan mi mente. Pensar la obra como un envoltorio del vacío semiótico, como la fotografía de un agujero negro, inevitablemente alimenta en mí la sospecha de estar enfrente de un contenedor sin contenido, de un significante sin significado; o al menos, la sospecha de estar frente a un acto de lenguaje innecesariamente encriptado, ya que no hay un abismo del tiempo que nos separe, ni nos faltan lenguas comunes. Habría que preguntarse si la vivencia inmediata no queda encriptada en un código intransmisible, si en un ejercicio de habla sin lengua que por su distancia con la esfera de significados que lo rodean se transforma en un acto incapaz de construir experiencia y si a la obra le basta con ser representante de esta incapacidad.
La acción estaba dedicada a crear una pieza plástica cuyo destino era desaparecer en el momento en el que se apagaran los proyectores. Pero el registro de la obra se planteó siempre como una parte integral del proyecto. De la misma manera que Lascaux y Chauvet se han creado réplicas integrales de la cueva para garantizar su preservación. Como un acuerdo común sobre el valor de mantener la memoria de un pasado, o en este caso de un presente, al que no podemos retornar.
* viraje de color en una exposición prolongada: 962 seg. en f/11, ISO 50 35mm, ND 4.8
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El hombre es su lenguaje, porque la cultura se constituye como sistema de signos. Incluso cuando cree que habla, el hombre es hablado por el conjunto de las reglas de los signos que utiliza. (Eco, 1973)
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El ser impone sus posibilidades, la mente puede construir representaciones imaginarias de mundos inasequibles y pedirle a las cosas que sean lo que no son, nombrarlas arbitrariamente es signo de una realidad, pero como el ser no es creado por el lenguaje ex novo, sino que siempre y de algún modo se crea a partir de algo ya dado, el ser plantea límites que no pueden franquearse: la obra debe de tener un código común con las convenciones de representación existentes en su contexto para poder transmitir el sentido. No es posible violar la ley interna del ser como no es posible violar la ley interna del signo. La persona en tanto a creadora es sin duda el espíritu más libre, el único capaz de plantear o descartar las reglas del mundo que propone. Pero tampoco podemos ignorar que la obra de arte en tanto a creación, cuando no advierte sus límites, tampoco puede advertir sus posibilidades.
Además de abrir todas las preguntas sobre los códigos perdidos, los estenciles en las paredes, como signos indicales, nos recuerdan que somos tan seres humanos en la contemporaneidad como lo fuimos en el paleolítico. Es famosa la anécdota de Picasso frente a las pinturas de Lascaux, quien exclamó “no hemos inventado nada.” Y si bien la relación simbólica de los estenciles de manos, los del paleolítico y los actuales, parecen decirnos que a pesar de la precariedad y la violencia de los tiempos, la expresión, si bien artística, es intrínseca e inevitablemente parte de la experiencia humana. De alguna manera, en su mínima expresión, las impresiones de las manos dicen “estuve aquí” y frente a las condiciones del mundo, generalmente difíciles, tuve el tiempo y los recursos para crear estas marcas. Las manos nos dicen: ‘tú no eres nuevo,’ pero también nos recuerdan que contrariamente a lo que dice Brian Molko, aún en el seno de nuestro vacío personal, no estamos solos, ni en el espacio ni en el tiempo.
Bibliografía:
- Burke, Edmund (1775). A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful. Dublin, Graisberry & Campbell.
- Benjamin, Walter (1933). Experiencia y pobreza . Madrid, Taurus.
- Eco, Umberto (1669). Signo. Barcelona: Editorial Labor.
- Kant, Immanuel. (1977), Crítica del juicio. Madrid: Espasa Calpe.
- Olivera, Elena (2006). Estética La cuestión del arte. Buenos Aires, Emecé.
- Silenzi, Marina. El juicio estético sobre o bello. Lo sublime en velarte y el pensamiento de Kandinsky. Buenos Aires, Andamios. Consultado en: http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-00632009000200012
- Staroselsky, T. (2015). Consideraciones en torno al concepto de experiencia en Walter Benjamin. Ensenada, Argentina, En Memoria Académica de las X Jornadas de Investigación en Filosofía. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.7648/ev.7648.pdf